La región de Tigray, situada en el extremo norte de Etiopía, es un territorio de contrastes. Rodeada por Eritrea al norte y Sudán al oeste, con Mekelle como capital, su paisaje combina altiplanos áridos, mesetas y tierras bajas, mientras su gente se sostiene principalmente de la agricultura. Sus cerca de siete millones de habitantes han cultivado históricamente teff, cebada, trigo y legumbres, complementados con exportaciones de algodón, incienso y minerales. Una economía modesta, pero vital para la seguridad alimentaria etíope y para los mercados regionales.
En Tigray, las redes comunitarias —como el debo (trabajo colectivo agrícola) o el iqʷub (cajas rotativas de ahorro)— habían tejido un entramado social resiliente. También se alza allí un patrimonio cultural que va desde las iglesias excavadas en roca hasta los vestigios del antiguo reino de Aksum. Todo ello hacía de esta región no solo un enclave agrícola y cultural, sino también un espacio con potencial económico para inversiones en minería, turismo e infraestructura.
Pero fue precisamente esta mezcla de identidad fuerte, autonomía social y relevancia estratégica lo que convirtió a Tigray en epicentro de uno de los conflictos más devastadores de la última década en África.

En noviembre de 2020, estalló la guerra entre el gobierno etíope, apoyado por tropas eritreas y milicias aliadas, contra el Frente Popular de Liberación de Tigray (TPLF), partido hegemónico de la región. El conflicto se desencadenó por tensiones políticas tras el aplazamiento de elecciones nacionales, pero sus raíces se hunden en años de rivalidad entre Adís Abeba y Mekelle.
Lo que comenzó como una disputa de poder escaló rápidamente en una guerra total. Ciudades fueron arrasadas, hospitales saqueados, campos de cultivo destruidos y carreteras bloqueadas. La economía agrícola, ya frágil por la erosión y la sequía, quedó paralizada. La destrucción de infraestructura no fue solo un daño colateral: fue un arma de guerra destinada a rendir por hambre a la población civil.
Uno de los aspectos más brutales del conflicto ha sido la violencia sexual sistemática. Organismos internacionales han documentado violaciones en grupo, embarazos forzados, esterilizaciones y transmisión intencionada de VIH, prácticas que constituyen crímenes de lesa humanidad e incluso actos de genocidio.
Los testimonios recogidos en Tigray muestran que esta violencia no fue aislada ni caótica, sino parte de una estrategia deliberada: impedir que las mujeres tigrayenses puedan tener hijos de su propia etnia y sembrar terror en la comunidad. “Darás a luz a los hijos de nuestros soldados”, relataron varias sobrevivientes que escucharon esas palabras de sus agresores.
El impacto es devastador: más de 120 000 mujeres han sido víctimas de violencia sexual, según organizaciones locales, y la mortalidad materna en la región se cuadruplicó tras la guerra. A la destrucción de hospitales se suma la estigmatización social, el trauma y la ruptura del tejido comunitario que antes caracterizaba a Tigray.
La guerra golpeó de lleno los proyectos económicos que buscaban atraer inversión extranjera en minería, turismo y agroindustria. La Unión Europea suspendió ayudas, y agencias financieras rebajaron la calificación de Etiopía. Sin embargo, la región sigue siendo vista como estratégica: sus tierras cultivables, su cercanía a puertos en el mar Rojo a través de Eritrea y sus reservas minerales despiertan interés internacional. Esa paradoja —riqueza latente y destrucción actual— coloca a Tigray en el centro de un tablero geopolítico donde las víctimas civiles parecen ser moneda de cambio.
La ONU ha denunciado reiteradamente la magnitud de los crímenes. Informes del Consejo de Derechos Humanos y de la Oficina para la Prevención del Genocidio alertaron sobre un patrón genocida. UNICEF, UNFPA y la OMS piden acceso humanitario, asistencia médica y apoyo psicológico para las sobrevivientes.
Algunas potencias internacionales han presionado con sanciones y suspensión de ayuda, pero los esfuerzos diplomáticos siguen fragmentados. Mientras tanto, grupos de mujeres tigrayenses reclaman que no haya paz sin justicia, que las atrocidades no queden impunes y que los agresores enfrenten tribunales internacionales.
El conflicto en Tigray no solo es una lucha por el control político de Etiopía. Es también un reflejo de cómo las características sociales y económicas de un territorio pueden ser convertidas en armas: su identidad étnica usada como blanco de odio, su economía agrícola como víctima de asedios, y sus mujeres como campo de batalla.
Hoy, mientras la comunidad internacional debate sobre sanciones, ayuda humanitaria y reconstrucción, las voces más urgentes son las de las mujeres sobrevivientes que insisten: sin justicia, no habrá verdadera paz en Tigray.
Fuentes
- Contexto social, económico y cultural de Tigray: Mail Ethio Embassy, 1Library.net, Wikipedia – Tigray Region.
- Sobre el conflicto y sus efectos: ACLED – Tigray, Wikipedia – Tigray War.
- Violencia sexual y genocidio de mujeres: The Guardian, El País, Le Monde.
- Respuesta internacional y organismos de la ONU: UN News, UNICEF, UN Africa Renewal.
- Testimonios de grupos de mujeres y sociedad civil: Addis Standard.
Imagen Baz Ratner | Imagen propiedad de: REUTERS