En los últimos años, El Salvador ha estado en el centro del debate internacional debido a las políticas de seguridad implementadas por el presidente Nayib Bukele. Con el objetivo declarado de erradicar la violencia de las pandillas, su gobierno ha emprendido una guerra frontal contra el crimen organizado, lo que ha derivado en un masivo encarcelamiento de presuntos miembros de maras. Sin embargo, este enfoque ha generado serias preocupaciones sobre el respeto a los derechos humanos dentro del sistema penitenciario salvadoreño.
Desde marzo de 2022, cuando se declaró el régimen de excepción tras una ola de homicidios atribuida a pandillas, más de 80,000 personas han sido detenidas. Este régimen, renovado en múltiples ocasiones, ha suspendido garantías constitucionales básicas como el derecho a la defensa, la inviolabilidad de las telecomunicaciones y la detención sin orden judicial. Aunque las cifras de homicidios han caído drásticamente, diversas organizaciones de derechos humanos y medios internacionales han advertido que la estrategia podría estar cruzando límites legales y éticos.
Uno de los aspectos más controversiales ha sido la construcción del Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una mega cárcel con capacidad para 40,000 internos. Este centro ha sido presentado por Bukele como la solución definitiva al problema de las pandillas. Videos oficiales muestran a miles de prisioneros, con el torso desnudo y esposados, corriendo descalzos en filas ordenadas. Las imágenes, difundidas con fines propagandísticos, han sido interpretadas por defensores de derechos humanos como muestras de tratos inhumanos y degradantes.
Además, organismos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han denunciado casos de detenciones arbitrarias, torturas, muertes bajo custodia y condiciones carcelarias inadecuadas. Según estas organizaciones, muchos detenidos no tienen vínculos claros con estructuras criminales y han sido capturados sin pruebas suficientes. Las denuncias también señalan la falta de transparencia y de acceso a mecanismos de apelación, lo que deja a los reclusos y a sus familias en una situación de indefensión.
Por su parte, el gobierno salvadoreño defiende su política como una respuesta necesaria ante décadas de violencia impune. Argumenta que las medidas excepcionales han devuelto la paz a comunidades que antes estaban controladas por maras. El propio Bukele ha afirmado en repetidas ocasiones que no le preocupa la opinión de organismos internacionales, si con ello logra proteger la vida de los salvadoreños.
Este enfoque ha tenido un fuerte respaldo popular. Encuestas locales indican que la mayoría de la población aprueba las políticas de seguridad de Bukele y considera que la seguridad ha mejorado notablemente. Para muchos salvadoreños, el precio en términos de derechos individuales parece un costo aceptable frente al miedo y la violencia que marcaron sus vidas durante décadas.
No obstante, expertos advierten que una seguridad basada en la represión y la suspensión prolongada de derechos puede derivar en autoritarismo. Además, señalan que el sistema judicial y penitenciario podría colapsar si no se respetan los principios del debido proceso. A largo plazo, sostienen, una democracia funcional no puede construirse sobre la base del miedo ni del encarcelamiento masivo sin garantías legales.
Así, El Salvador vive una paradoja: por un lado, ha logrado reducir la violencia a niveles históricos; por otro, enfrenta críticas por presuntas violaciones sistemáticas de derechos humanos. La pregunta clave es si es posible mantener la seguridad sin sacrificar la legalidad y la dignidad humana.