La transición energética es, en esencia, el viaje colectivo hacia un modelo de producción y consumo de energía más limpio, sostenible y resiliente. Es un tránsito —lento, complejo, pero necesario— desde un sistema basado en combustibles fósiles hacia otro apoyado en fuentes renovables, eficiencia, electrificación y nuevas formas de gestionar la relación entre sociedad y energía. No se trata solo de sustituir carbón por viento o gas por sol; implica transformar infraestructuras, regulaciones, hábitos y mentalidades. Es un cambio cultural tanto como tecnológico.
En Europa, ese viaje comenzó hace décadas con grandes ambiciones. Directivas europeas fijaron objetivos claros de reducción de emisiones, penetración de renovables y mejora de la eficiencia energética. Se proclamó una nueva era verde, con la promesa de una economía más competitiva y un planeta más habitable. Sin embargo, a medida que la ruta avanzaba, se hizo evidente que el ritmo no era el esperado. La transición energética, aunque en marcha, avanzaba con retrasos, dudas y contradicciones.
¿Por qué? En parte, porque transformar un sistema tan profundo es siempre más difícil de lo que parece en los planes estratégicos. Muchas economías europeas siguen dependiendo de infraestructuras antiguas, de inversiones que aún no se han amortizado y de mercados energéticos diseñados para una realidad que ya no existe. La burocracia, la lentitud a la hora de planificar e impulsar redes eléctricas modernas, y la resistencia de ciertos sectores productivos han añadido capas de fricción. A ello se suman las tensiones geopolíticas recientes —como la crisis del gas tras la invasión rusa de Ucrania— que han obligado a Europa a priorizar la seguridad energética a corto plazo sobre la transformación a largo plazo.
En España, la paradoja es aún mayor. Pocos países europeos cuentan con un potencial renovable tan extraordinario: viento constante en el norte y el sur, sol abundante casi todo el año, y una experiencia consolidada en tecnologías como la fotovoltaica o la eólica. Y, sin embargo, la transición también avanza más despacio de lo que podría. Las causas son múltiples. Durante años, el país arrastró decisiones políticas que frenaron la expansión de las renovables, como el conocido “impuesto al sol”, que generó desconfianza e incertidumbre. A ello se suma la lentitud administrativa: proyectos de parques eólicos o fotovoltaicos que se ahogan en trámites interminables, evaluaciones ambientales que tardan años y permisos de conexión que se demoran más de lo razonable.
España también enfrenta un desafío estructural: una red eléctrica que no siempre está preparada para integrar grandes volúmenes de energía renovable distribuida. Las interconexiones con el resto de Europa siguen siendo insuficientes, lo que limita la capacidad del país para exportar excedentes y equilibrar mejor su sistema. Y, en un plano más social, hay tensiones entre el desarrollo de grandes proyectos renovables y la protección del territorio, del paisaje y de las actividades rurales.
Aun así, la transición avanza. Lenta, sí, pero con una dirección clara. Europa y España saben que el futuro pasa inevitablemente por energías limpias. Lo que está en juego no es solo un modelo energético, sino una forma distinta de vivir en el planeta.
Responde a las siguientes preguntas argumentando y sin parafrasear
- En cuanto energías ¿Qué significa la transición energética?
- Pese a contar con sol y viento, ¿Qué problemas medioambientales retrasan la transición energética en España?
- ¿Qué problemas medioambientales están retrasando la transición energética en la UE?