Crítico, minucioso y amante de este proyecto, este economista, que ejerce hoy su trabajo en uno de los más importantes bancos españoles, fue el alma en 2005 y 2006, dirigiendo la sección de política
Respuesta. Nunca confié en la suerte. Nunca creí en la casualidad. Cuando viajaba hacia Madrid con aquel grupo de jóvenes en la víspera del acto de premios de “El País de los Estudiantes”, tenía el convencimiento que lo hacía con un grupo ganador. Y no porque fueran a conseguir el premio que otorgaba El País; si no porque su trabajo, su tesón, su esfuerzo, su dedicación y su pasión los hacían diferentes a los demás.
En su rostro había ilusión pero sobre todo, satisfacción. No solo porque habían logrado una entrevista con el banquero más importante de Europa y que el propio periódico El País no había conseguido nunca. Más bien porque existía complicidad, porque se complementaban entre ellos, porque cada uno era diferente y, en conjunto, los hacía especiales. Unos eran expertos en redactar, otros en cautivar al entrevistado. Encontraban temas atrayentes, sabían darlos un enfoque propio de un periodista experto, de los de máquina de escribir y cigarro en boca consumiéndose mientras que las letras que con sus dedos pulsaban cobraban un sentido que atraía a cualquier lector. Y lo más importante, había algo que nunca se podría romper: su amistad.
El momento del éxtasis para mí no llegó cuando subieron al escenario a recoger su cheque. Yo ya lo había tenido al trabajar mano a mano con ellos. Para mí era una forma de recordar mis años de estudiante, de añorar mis catorce años en ese colegio donde encontré a una gran familia. Tuve el gran honor de compartir con ellos su premio, un viaje a Túnez donde convivimos, nos divertimos y nos unió aún más.
Cuando escribí mi primer artículo para la revista “eolapaz” me sentí libre. Podía expresar lo que sentía. Y, a partir de ese momento, escribir cada semana se convirtió en la terapia de mi pensamiento. Nunca escondí mi ideología política, nadie me lo pidió. No me exigían tratar temas en concreto, yo era el dueño de mi artículo. Y me centré en analizar aquellos temas que me tocaban el sentimiento. ¿Por qué en nuestro país había muerto gente por pensar diferente? El fin de ETA lo pude analizar, pude escuchar a aquellos que vieron cómo su familia murió por defender la libertad. Lloré con historias de lucha, de orgullo, de sentir democrático. Ahora, ya no hay asesinos. Pero sus herederos ya no mandan pegando un tiro en la nuca si no sentados en unas instituciones que han querido olvidar sus hechos porque los necesitan para gobernar.
Son muchos los momentos, son infinitos los temas. Son tantos los artículos que pude escribir que no podría elegir solo uno. Como estudiante de Ciencias Económicas, cada semana intentaba explicar al que me leía qué era la inflación, por qué el pleno empleo tampoco era la panacea, qué había por detrás de una OPA a una de las grandes eléctricas de España, qué comportamiento tenía la Bolsa cuando existían turbulencias políticas o cómo había descerebrados que llamaban “desaceleración económica” o “crecimiento negativo” a la mayor crisis que existía en España desde que teníamos memoria. La verdad que, si ahora los leyese en orden cronológico, vería en mí un cambio. Notaría madurez, demostraría aprendizaje.
Yo no buscaba convencer, adoraba el diálogo, gozaba intercambiando opiniones con otros de mis compañeros con los que estaba en las antípodas ideológicas.
Siempre teníamos por detrás un líder. Un alma que nos unía. Una persona que sabes que, sea tu mejor o peor momento, vas a tener su mano en tu hombro. Eusebio siempre estaba para cohesionar el grupo, para sacarnos una sonrisa cuando estábamos cansados, que nos ayudaba a dar un enfoque distinto a un tema común. Solo con su mirada, solo con sus palabras, solo con el sentimiento que desprendía a cada uno de nosotros, nos hacía libres, seguros de nosotros mismos, nos permitía caminar por un sendero en el que solo nosotros éramos dueños del destino al que nos llevaba.
Y así ha sido. Recuerdo mi historia en El País y en Eolapaz con gran orgullo. Ya no solo por haber encontrado una terapia en escribir y expresar mi opinión con palabras. Esta experiencia me ayudó a conocer a compañeros que se sentaban a mi lado y no conocía más allá de su nombre. Pude conocer sus ideas, pude disfrutar trabajando en equipo. Aprendí a respetar. Vivencié valores que en mi colegio nos habían inculcado desde que éramos niños. Me divertí conviviendo en una redacción que no tenía nada que envidiar a la de un periódico de tirada nacional. Ambos teníamos temas que escribir, opiniones que contar, entrevistas que transcribir. Pero nosotros teníamos algo que ninguna redacción tendrá en cualquier futuro: ilusión, complicidad, amistad, libertad y respeto.
Mis ojos se enraman cuando recreo estos momentos en mi cabeza. Pablo Arce no hubiese sido el mismo sin esta experiencia. No cambiaría nada de lo vivido. Pero tampoco ninguno de mis compañeros ni yo mismo, seríamos así sin una persona que nos hizo ver más allá de nuestra frontera emocional. Que nos hacía sacar fuerzas de lo más adentro de nosotros cuando tocábamos fondo.
“Ser tu amigo y haber compartido tu juventud, es para mí el mayor premio de la vida”. Cuando a tus 31 años te reencuentras con el que fue más que tu profesor y te escribe esas palabras, te hace sentir un privilegiado. Nunca confié en la suerte, nunca creí en la casualidad porque un profesor así brota por un corazón de oro, por un compromiso con sus alumnos, por una dedicación plena por la educación.
Pocos como él pueden presumir de ser profesor, maestro y amigo en cada una de nuestras etapas. Nuestro mayor premio en la vida es que, parte de lo que cada uno de nosotros hemos conseguido, parte de lo que cada uno de nosotros somos, tiene los principios que tú, Eusebio, nos enseñaste.