Sin duda, uno de los fenómenos más interesantes y singulares de la cultura española es el mudejarismo, una suerte de penetración de la cultura islámica en el tejido social, artístico y social de la España cristiana, que tiene su marco en la turbulenta Baja Edad Media.
Esa islamización es perceptible en muchos aspectos de las formas de vida y pautas culturales medievales, trascendiendo del ámbito medieval, y prolongándose a los largo de los siglos XVI y XVII, hasta que la ciega política de Felipe II y Felipe III acabe con la presencia en suelo es pañol de los causantes de esa influencia, los musulmanes conversos y aquellos que mantienen aun su fe y costumbre musulmanas, que ya no podrán, lógicamente, irradiar al resto del tejido social, por medio de costumbres, manifestaciones artísticas y técnicas artesanales.
No es un fenómeno incomprensible, ni siquiera negativo, antes bien, aporta una riqueza inmensa a nuestra cultura, y no es raro decimos, si tenemos en cuenta la realidad histórica de una Península Ibérica marcada, desde tiempos alto medievales por la convivencia de cristianos, judíos y musulmanes, las tres grandes fuentes de occidente, como bien ha defendido Américo Castro.
La muestra más evidente y majestuosa de este mudejarismo es la existencia de un arte mudéjar, resultado de síntesis de elementos procedentes tanto del arte hispano musulmán, en sus diferentes períodos desde el califal hasta el nazarita, como de los estilos cristianos medievales, hispanos o europeos, tanto románico, gótico, como renacentista. El mudéjar español, único en Europa no se trata de una simple copia o imitación de lo islámico, sino de un proceso de selección y mestizaje de ambas culturas -islámica y del Occidente europeo- y, sobre todo, que refleja la libre voluntad de elección por parte de una sociedad que considera esta opción artística como propia y diferente de la sociedad cristiana contemporánea, encontrando en este arte novedoso y original una forma de orgullo y diferenciación cultural, en un momento en que la España que nace, desde fines del siglo XV, en las guerras civiles aragonesas y castellanas, busca su identidad. De ello es prueba que este arte nacido de la influencia de los infieles, brota del apoyo de la dirigencia, nobles y reyes, que con frecuencia prefieran esta opción constructiva, como demuestran los alcázares, palacios y capillas privadas, que representan el mejor ejemplo para entender al mudéjar como arte representativo de la corte de Castilla y León.
Al valorar el éxito del mudéjar como opción artística de la corte castellana, destaca el papel desempeñado por la monarquía ya que los reyes, al incorporar a la corona las ciudades de Al Andalus pasan a residir en los palacios de los soberanos musulmanes que convierten a su vez en modelo de sus propias construcciones. Como ejemplo baste el impulso constructivo de base islámica de reyes como Pedro I o Enrique IV y , aun antes, por Alfonso VIII, en el siglo XII, cuyo gusto por este arte se refleja en la forma en que se concibe y ejecuta el monasterio de las Huelgas de Burgos. Estos ejemplos no son efímeros, sino que se mantendrán, siglos después bajo el mandato de los Reyes Católicos y de Carlos V, e incluso en el XIX, como neo mudéjar, que estará en la base del modernismo catalán.
Concretamente la reina Isabel consideró importante plantear la presencia del mudejarismo en el arte de la corte, ya que el periodo ha sido denominado sucesivamente como «gótico isabelino» o «gótico de los Reyes Católicos», términos que desfiguran la realidad artística porque, además de un muy discutible papel protagonista para los reyes, inducen al error de monopolizar sus actuaciones en el campo del arte gótico, olvidando el aprecio por la tradición mudéjar que demuestran muchas de sus obras, y que confirman los usos y costumbres de la corte castellana por aquellos años.
Desgraciadamente la mayoría de los edificios residenciales de reyes y nobles de ese periodo han desaparecido, o han sido remodelados y transformados en los siglos siguientes y, aún peor, restaurados de forma poco afortunada, y es sólo a través de algunos restos y de los testimonios documentales o literarios como podemos conocer en parte las construcciones y la deslumbrante decoración de sus interiores. Por medio de estos testimonios, crónicas, referencias literarias y sobre todo relatos de viajeros que recorren Castilla a fines del siglo XV, se comprueba que, como señalaría tiempo después Menéndez Pidal, en esos años de reconquista y expansión cristiana, contrariamente a lo que se podría pensar, los grupos sociales dirigentes, ante que es morofóbicos, demostraron una gran atracción por aquella civilización que se derrumbaba en medio del lujo oriental, el refinamiento social y la altura científica. Ese gusto por el pueblo que se rendía, pese a su superioridad cultural, se traduce y es visible en la manera de vestir, de cabalgar, de combatir, en los juegos y pasatiempos, en los banquetes y fiestas que solían incluir músicas y bailes de estilo arábigo y en el arte.
En este campo, lo entandamos como el epilogo del arte islámico, o como una rareza gótico renacentista, presenta un predominio de las técnicas, materiales y decoraciones andalusíes, lógico si tenemos en cuenta que sus autores van a ser artistas y artesanos de religión musulmana y cultura árabe a los que se permite en este tramo final de la Edad Media permanecer en los reinos cristianos tras la reconquista, tras pagar un impuesto y comprometerse a no mostrar su fe en público.
Con todo caracterizarle es difícil, por la singularidad que toma en cada zona de España, diferenciándose notablemente el aragonés, del manchego, del andaluz.
Va a ser un arte preferentemente arquitectónico, una de cuyas señas de identidad es la construcción en ladrillo y el alarde decorativo orientalista. Su importancia radica también en aportar soluciones presentes en la arquitectura actual. Su identificación es clara, materiales pobres y maleables, como ladrillo, yeso y barro vidriado, nada de sillares de piedra, nada de grandes bóvedas, que requieren grandes soluciones constructivas, arquitrabados.
Otra seña de identidad, especialmente en el bajo Aragón, son las iglesias y palacios de altas y esbeltas torres, como minaretes. Junto a ello, arquerías, arcos ciegos que crean el esqueleto de ábsides y edificios, los pilares, frente al uso de columnas, los cimborrios y bóvedas calados, que dan la impresión de ligereza
Entre los ejemplos más notables, los alcázares de Sevilla y Segovia; el palacio de Alfonso XI en Tordesillas, las torres de Teruel, San Miguel de Almazán en Soria o las villas aragonesas de Utebo o Tarazona, marcadas por su decoración de azulejo y sebka.