La querella iconoclasta fue un conflicto teológico y político que tuvo lugar en el Imperio Bizantino durante los siglos VIII y IX en relación con el uso de imágenes religiosas, conocidas como iconos. La palabra “iconoclasta” se deriva del griego “iconoklastes”, que significa “destructores de imágenes”.
La controversia se centró en la cuestión de si la veneración de las imágenes religiosas, como pinturas y estatuas, era aceptable en la práctica cristiana. Los iconoclastas argumentaban en contra de la adoración de imágenes, afirmando que esto constituía idolatría y violaba los principios del monoteísmo. Por otro lado, los iconófilos defendían la veneración de imágenes como un medio legítimo de expresar la fe y la devoción, sin caer en la idolatría.
El conflicto se agudizó en el siglo VIII, cuando el emperador bizantino León III emitió edictos contra la veneración de imágenes. Esto llevó a disturbios y tensiones entre las comunidades religiosas, y se sucedieron períodos de persecución contra los iconófilos.
La situación cambió en el año 787 cuando el Segundo Concilio de Nicea, también conocido como el Séptimo Concilio Ecuménico, condenó el iconoclasmo y afirmó la legitimidad de la veneración de imágenes en la Iglesia. Sin embargo, el conflicto no se resolvió por completo en ese momento, y continuaron las tensiones políticas y religiosas en torno a este tema durante décadas.
En el año 843, el emperador bizantino Miguel III emitió un decreto llamado la “Triunfo de la Ortodoxia”, que restauró la veneración de imágenes y marcó el fin oficial del período iconoclasta en el Imperio Bizantino. Este evento se conmemora en la Iglesia Ortodoxa como la “Fiesta de la Ortodoxia”.