Se que las derivas de Trump y las islas de plástico resultan temas más esenciales para la conciencia medioambiental. Se que de lo que voy a hablaros es una memez, pero dice un proverbio chino que las grandes playas se componen de pequeños granos de arena.
Esta semana he tenido que arreglar los últimos papeles de mis pruebas de idiomas. Comprar libros, abonar tasas y asumir esas pequeñas cargas que el estado nos impone para acceder a la cultura y el regocijo del alma. El viernes decidí iniciar mi ya rutinario peregrinaje al margen del transporte público. Una tiene sus límites, y lo del urbano de Santander me supera. Pero esa es leña para otro artículo.
Decidí caminar desde la calle Castilla, hasta Valdecilla, un paseito vamos. Un deambular por esta encantadora urbe que te hace entrecruzarte con un variado paisaje humano. Gentes diversas, entregadas a sus afanes y preocupaciones. Niños, mujeres, ancianos, trabajadores, estudiantes, deambulantes … y cerdos. De los de piernas dos, pero al fin cerdos.
No es inusual que alguien cargue, en la prensa regional, o en las tertulias de todo pelo, contra aquellos ciudadanos cuyos animales, de escasamente domesticado aparato excretor, ensucian nuestros parques y aceras. Pocas veces reparamos, sin embargo, en los humanos dedicados a encerar nuestras calles con sus efluvios bucales. 36, ese es el número de personas, léase marranos, que cruzados en mi camino, a lo largo de mi pérfida ruta, me demostraron aquella mañana su capacidad para escupir u orinar en la vía pública.
Yo comprendo que es admirable la capacidad de algunos para mover endiabladamente sus músculos bucales, exprimir hasta la extenuación sus glándulas salivares y hacer manar, cual surtidor de las fuentes de Pompeya, ese inocente liquido. De los 36 marranos que describo en esta breve tesis sobre el escupitajo urbano, 35 eran varones. De ellos 25 mayores, no sabría decir de que edad, pero mayores. El resto chavalucos.
Me encantaría que un médico, astrónomo u hortelano incluso, fuese capaz de decirme, que demonios tienen en la boca los hombres que les provoca tal salivación y demanda de emulsionar sin más miramientos. Y los hay de nota. La mayoría se conforma con el giro básico. Leve balanceo del cuello, absorción con sonido gutural y disparo en diagonal al bies. Es el más peligroso. Es rápido, indiscriminado e inescrutable, o brincas o te empapas. Pero los hay, chavales sobre todo, que elaboran el misil. Ves más la jugada, con lo que el corazón sufre, pero, al menos, lo ves venir.
No entiendo muy bien de donde surge en esta ciudad, como en tantas otras, la falta de colaboración que algunos demuestran hacia la cosa pública. Fijamos el foco en cosas muy grandes, en lo tocante a la limpieza y el civismo, como puede ser el botellón y su mantial de desperdicios, sin percatarnos de conductas más ocultas a nuestra mirada inquisitiva, muy arraigadas en nuestra cultura o consentidas ciegamente.
Ni siquiera hace falta apelar a la necesidad de higiene que impone la contingencia de la gripe A. Porque lo pasajero no debe ser excusa para erradicar ahora lo que debería estar excluido siempre. La calle es un lugar de encuentro, un lugar donde el respeto y el cuidado por los demás deben ser, al menos, tan digno, como en nuestros espacios privados. Orinar en la calle, sean mayores o tiernos infantes, escupir, revolviendo nuestros estómagos, o alimentar inconscientemente a las palomas, dejando sobre el asfalto alimento suficiente para una legión de cucarachas, no me parece que sean practicas saludables en estos tiempos, como tampoco debieron serlo en aquellos.
Vaya desde aquí mi saludo a esos 36 conciudadanos, que ilustraron mi viaje a las gargantas de mi ciudad, pero la próxima vez, escupiros en el bolsillo.
Hasta ahora la mascarilla nos había salvado de unos y la prohibición de botellones de los otros. ¿Y ahora?