España se deshace de uno de los grandes legados de su presencia cultural en el norte de África, un paso más en el abandono de una zona donde nuestra cultura ha hechado raíces desde el siglo XV
Tánger se ha convertido en los últimos tiempos en escala de los cruceros que recorren el Mediterráneo occidental o inician la ruta hacia Lisboa y el norte de Europa. Mi barco ha hecho escala en Tánger y mi madre, la aventurera de la familia, ha preparado un minucioso itinerario para recorrer la ciudad, en otros tiempos de gobierno internacional, y en la cual la presencia europea, de múltiples raíces, está aun muy presente. Tras visitar el palacio museo de Dar El Makhzen, la Grand Place y el gran Zoco mi madre mostraba un especial interés en conocer el Gran Teatro Cervantes, a cuyo conocimiento había llegado tras leer la novela “La Ciudad de la mentira” de Iñaki Martínez. Un edificio majestuoso que a ella la atraía especialmente. Pero Tánger no es Torrelavega y perderse aquí es más fácil, sobre todo si lo que buscas apenas aparece en las guías. Estamos en una calle nueva desde la que se divisa el puerto y hartos de dar vueltas, mi madre aborda a un hombre mayor pertrechado con una bolsa de panes, al que se dirige en un francés que haría revolverse en su tumba a Napoleón. Le pregunta por el teatro ante la media sonrisa del hombre. “No se esfuerce, yo también soy español”. Es Ramiro Domínguez, un antiguo conserje del Instituto Español de secundaria Severo Ochoa, ya jubilado y que permanece en Tánger, no sabe bien porque.
En realidad estamos cerca del teatro, solo es bajar una calle pindia y desaliñada, camino del puerto, que desemboca en un parque falto de árboles, donde las parejas se susurran y los grupos de jóvenes fuman hierba. En la segunda curva de la bajada, Ramiro señala con su mano un vetusto edificio, feo y sucio en cuya puerta se acumulan basuras que ya no caben en el contenedor que lo preside. “Esto es de lo poco que queda de España”, nos dice. “Antes la ciudad contaba con más de 30.000 españoles y oír el castellano era frecuente. Ahora el francés reina en la ciudad y su cultura engancha a miles de jóvenes de las escuelas de Tánger, mientras nosotros solo mantenemos dos institutos y el otro Cervantes, y con cada vez menos profesores que quieran venir a esta ciudad dominada por el paro y el trapicheo”. Ramiro se va con su bolsa de pan, mientras mi madre mira ensimismada aquella ruina que una vez fue la flor del norte de África.
Un pequeño azulejo indica el nombre de la calle, “Amparo Orellana”, la mujer que tuvo el sueño que ahora es ruina.
En 1909, la presencia española, fruto del Tratado de Algeciras, crecía en el norte de África. Para España era el sueño de rehacer aquel imperio, que, perdido en Cuba, aun se añoraba. Muchos españoles viajaban a Marruecos en busca de fortuna, y entre ellos Antonio Peña y su mujer Amparo Orellana. Pronto el matrimonio hizo fortuna y se convirtieron en personajes destacados de la comunidad española en Tánger. Amparo, bien situada en la alta sociedad europea del lugar, ansiaba extender su riqueza al reconocimiento social, por lo que aceptó con entusiasmo una ambiciosa propuesta del cónsul español en la ciudad. Doña Amparo había heredado una finca pegada a la muralla, justo al lado de la coqueta Villa Francisquita y el cónsul la convenció para que empleara parte de su fortuna en la construcción de una gran obra patriótica, un teatro que sería referencia de la cultura española en todo el norte de África, en aquellos años de disputa territorial y cultural entre las potencias, casi en la antesala de la Gran Guerra. El arquitecto elegido por el matrimonio y por su socio, Antonio Gallego, fue Diego Jiménez, que en tan solo dos años (1911-1913) levantó una obra desproporcionada a efectos empresariales. Un gran azulejo modernista encuadraba en la fachada el nombre del teatro, coronado por estatuas de músicos.
Pero llenar aquellas 1400 butacas y rentabilizar la obra pronto se vio imposible, pese a que en sus primeros tiempos la comunidad española y sefardie convirtieron el teatro en un foco cultural por el que pasaban las grandes compañías de teatro y revista camino de sus giras americanas.
En 1928, el entonces dictador Miguel Primo de Rivera se hizo con la titularidad del teatro, ante la muerte de Dª Amparo y el escaso interés de la familia en mantenerlo. Para el dictador, aquel gran teatro era una buena proyección internacional del gran estado en que quería convertir a España.
Tras la guerra civil Tánger se convirtió en refugio de exiliados españoles, al tiempo que Franco veía en el Cervantes el único lugar donde mostrar al mundo la grandeza de su estado, en pleno aislamiento internacional. Lola Flores, Juanito Valderrama o Marifé de Triana pasaron por aquel escenario, al tiempo que se convertía en sede de grandes eventos como el gran baile de fin de año.
Pero la independencia de Marruecos vació lentamente Tánger de españoles y con ellos de las grandes figuras del espectáculo que lo habían llenado. El estado español, de acuerdo con Marruecos transformó el teatro en cine y en lugar de ocasionales veladas de boxeo. Pero la decadencia no se detuvo.
En 1974, el estado arrendó el teatro al ayuntamiento de Tánger como medida de salvación, pero la marcha verde y el inicio de la Transición en España convirtieron el mantenimiento de esta obra de interés patrimonial y cultural en no prioritario.
Ni siquiera su centenario sirvió para despertar la conciencia sobre esta parte de nuestro legado cultural, más allá de un libro editado por la pintora Consuelo Hernández y los escritores, Jesús Carazo, Santiago Martín Guerrero y Mezouar El Idrissi “Un escenario en ruinas-Llamamiento artístico-literario por la recuperación del Gran Teatro Cervantes de Tánger”, una iniciativa que desembocaría en el acuerdo hispano marroquí de 2006 para la recuperación del teatro, y que nunca se cumplió.
En 2018, y ante la pasividad de instituciones como ICOMOS, encargada de defender y rescatar el patrimonio española, o del Instituto Cervantes, colectivos ciudadanos de Tánger crearon el proyecto “Sostener lo que se cae” (Soutenir ce qui tombe), para convertir el teatro en un centro ciudadano y cultural, aunque hoy se dedique a conciertos y conferencias, pero en otros lugares.
Pero el problema para cualquier salvación era España. Cuando el gobierno de Rodríguez Zapatero quiso intervenir, la crisis arreciaba, y apenas se pudieron rascar 94.000 euros de los presupuestos para una obra de apuntalamiento que impidiera su derrumbe.
Así que el siguiente gobierno, el de Mariano Rajoy, puso en práctica un plan para deshacerse del edificio y su legado. Las conversaciones con Marruecos comenzaron en 2016 a través del ministro García Margallo y han terminado a principios de este año con la firma por el ministro Borrell de un acuerdo de “donación irrenunciable” del teatro al Estado Marroquí, que mantendrá el nombre del teatro, le restaurará y le gestionará a partir de ahora, manteniendo una parte de su programación a la cultura española. Condiciones que de no cumplirse llevarían a España a recuperar el edificio, según ha averiguado el diputado socialista gaditano, Salvador de la Encina, sin cuyo trabajo, la opacidad del gobierno habría impedido conocer el final de esta historia.
Quizá sea una buena medida para fortalecer la cooperación con Marruecos en temas más prioritarios como el yihadismo y la inmigración, pero es un paso atrás en la presencia cultural española en el mundo, una señal más de abandono de lugares muy vinculados a nuestra historia, como el norte de África o Iberoamérica.