“El miedo hace milagros”, le espeto George Mandel a su interlocutor, en un debate en el parlamento francés de 1933, a vueltas sobre la pasividad europea ante los nazis. Ese miedo nos ha hecho esclavos de nuestras miserias y deudores de nuestros vástagos en muchos jalones de la historia. Y nos ha hecho grandes cuando, olvidándolo, hemos afrontado el reto que supone romper con los moldes rígidos que constriñen el avance humano. Como cuando rompimos el candado que cerraba la puerta del mundo a la mujer, o rasgamos el velo que impedía ver las acciones miserables que en nombre de no se sabe que, socavaban la dignidad de millones de hombres por su raza.
En las próximas semanas celebraremos los logros de las declaraciones universales de derechos y de los derechos de la infancia. Hoy, el de un logro aun más cercano, pero también en esa línea, un proyecto común plasmado en la constitución de 1978. En un caso el camino de la humanidad hacia convertirse en merecedora de tal nombre, en el segundo el esfuerzo de un país por ser parte de ella, creando un compromiso con la libertad y la dignidad de cada hombre y cada mujer.
Alguien probablemente se vera asaltado en estos días de celebración por la duda de su utilidad. ¿Para que estos actos? Ya está todo conseguido, ¿No? No. ¿Alguien cree realmente que ya hemos conseguido todo para cada uno de nuestros conciudadanos? ¿Alguien cree que, como país, hemos conseguido todo para crear un mundo justo? No, por eso celebramos cada año este día de la constitución, para enorgullecernos de lo que hemos logrado, y recordarnos, con sonrojo, cuanto nos queda. Entre esas tareas pendientes, una destaca en nuestro horizonte más inmediato, el desarrollo y cumplimiento integro de nuestro texto constitucional.
Dicen que nuestra constitución es solo un papel y nada más que un papel. Pero representa nuestra voluntad, nuestros deseos, nuestros impulsos, nuestros valores, nuestras querencias.
Hemos nacido a su amparo, y ha entrado en nuestras vidas sin pedir permiso, pero hemos conocido el esfuerzo y la ilusión de aquellos que lucharon en nuestro nombre y el suyo, para cubrir con su manto la esperanza de un país que ansiaba descansar de tanto enfrentamiento y tanta exclusión.
Ha representado el sentir único de un pueblo deseoso de construir una convivencia que le ha sido arrebatada en muchos momentos de nuestra historia, envuelta en falsos patriotismos, muchos egoísmos y demasiados olvidos hacia aquellos que comparten suelo y cielo con nosotros. Ahora, tras treinta años de progreso y libertad, sin iras y sin rencores, nos sentimos herederos de aquello que no elegimos, pero que compartimos y asentimos, que hacemos nuestro y recibimos con agradecimiento y voluntad de perfeccionar.
Nada es inmutable y nada es incontestable, pero nada de aquello que sirve para sostener la vida y la paz debe ser arrinconado, de igual forma que debemos ser conscientes que vacuas son las leyes que proclaman valores e ideales, que en nada defendemos con nuestro comportamiento y nuestra actitud diaria, por muchos sacrificios que la defensa de esos ideales nos exija. De igual forma que debemos ser conscientes de nuestra obligación de apartar de la dirección de nuestra sociedad a quienes no son dignos, capaces o leales a esos ideales que nuestra constitución representa.
Sus letras, sus palabras y sus frases son la única garantía del impulso necesario para que nuestras vidas sean libres, no construidas al albur de otros deseos, sino de nuestras convicciones. Sin imposiciones, sin tiranías ni caprichos. Sus letras, sus palabras y sus frases nos salvaguardan de aquellos que preconizan la muerte. Y nosotros solo amamos la vida, la nuestra y la de todos, la que Dios nos da, la única que es digna, aquella en la que todos somos libres e iguales, y las leyes así lo defienden, porque esa es nuestra voluntad.