“A simple vista, con la mano metida en el bolsillo, parezco normal. Cuando la saco me miran raro”. Así comienza el duro testimonio de Remedios Bengoechea, a la que la talidomida le ha llenado la vida de obstáculos y le ha alejado de muchos de sus sueños.
Si algo cabe destacar de Remedios, es su constante obsesión por ser normal. Más que por serlo, que lo es, por ser reconocida como tal. La culpable es su mano izquierda, o mejor dicho, la ausencia de ella. Remedios nació con este defecto físico, como otros muchos afectados, a consecuencia de la talidomida: un fármaco que, hace algo más de cincuenta años, nadie creyó que pudiera tener algún efecto más allá de aliviar las náuseas de las embarazadas.
“Cuando era pequeña, yo era normal. A veces oía a la gente del pueblo decir: ‘¿Qué tal la mancuca?’. Pero era un comentario igual que como quien dice ‘el feo’, ‘el guapo’. Tampoco le daba importancia. Realmente me di cuenta de que algo pasaba cuando mis padres me llevaron a un colegio de huérfanos, porque en el pueblo no me admitían en el colegio”, nos relata.
“Tenía cinco o seis años y cuando llegué allí, la monja dijo algo que no se me olvidará nunca: ‘Son ustedes unos sinvergüenzas, que quieren deshacerse de su hija. Como es inútil, no quieren ni tenerla’. Yo oí esas palabras y vi a mi madre llorar, y entonces empecé a pensar: ‘No sé qué soy, un monstruo’. Al final por mediación de mi tío conseguimos que me dejaran interna”, nos confiesa. “Al principio me trataban como si fuese retrasada, como si me tuvieran que vestir, que peinar, como si fuera un desecho de la vida. Luego ya cuando me fueron conociendo, me trataban como a las demás”.
A pesar de sus duros comienzos, Remedios perseveró y se decidió a dedicarse a lo que más la gustaba. Entró a trabajar con apenas dieciocho años en el hospital de Valdecilla, como auxiliar de enfermería. Pero su experiencia estuvo lejos de ser un camino de rosas. Tras continuos cambios de sección en el trabajo, intentando destacar en cada nueva tarea que le era encomendada, relata que fue obligada a firmar un papel para volver a rayos, el primer lugar en el que trabajó. Lo que no sabía es que lo que realmente estaba firmando implicaba enterrar su profesión de auxiliar.
Su calvario no había hecho más que empezar. Su supervisora, que no tuvo suficiente con haberla engañado, decidió pisotearla: “No sé ni por qué lloras, el que es ciego es ciego, lo único que hay que saber hacer, es reconocer las cosas”. Ante esta situación de injusticia, sus compañeras acudieron a pedir ayuda a un sindicato, por lo que fue readmitida.
La vida de Remedios seguía, como hasta ahora, haciendo frente a continuos obstáculos, barreras y faltas de educación y solidaridad, hasta que un día descubrió en los medios a AVITE, la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España. Gracias a ellos, decidió que lo único que podía hacer era luchar, por la injusticia que la estaba tocando vivir, y la falta de seguimiento del problema en España. Sin embargo, parece que esa lucha que tantos años ha mantenido se ha ido apagando con la sentencia del Tribunal Supremo y la ausencia de reconocimiento público.
Un buen ejemplo de esa pasividad ocurrió, hace un año, nos cuenta. En uno de los actos organizados por la asociación, acudieron a Madrid para protestar por la situación de los enfermos, en una manifestación ante la sede del gobierno. Lejos de recibirles, les dejaron abandonados. Finalmente apareció el ministro de Sanidad, que, en lugar de darles alguna respuesta o apoyo, “se hizo el sueco”. A pesar de todo, Remedios asegura no sentir ningún rencor por los médicos que administraron el fármaco en la época en que su madre estaba embarazada. “¿A quién habrá ido ese dardo envenado?”, se pregunta. “Yo solo siento tristeza por el pobre médico que, sin saberlo, ayudó a la madre y perjudicó al bebé”.
España es uno de los pocos países en los que la talidomida sigue siendo un problema vigente, con más de 400 afectados que no reciben ningún tipo de ayuda. En otros países, como Alemania, ya es un capítulo cerrado. La última sentencia del Tribunal Supremo parece indicar que los enfermos tendrán que mantener una lucha que parece difícil de ganar. “Yo pienso que hay alguien atado de pies y manos, porque en otros países se ha llegado a una solución a este problema, y en España lo único que nos dicen es que ha prescrito”, se lamenta. “Pero ¿cómo puede decirse que ha prescrito, cuando hay gente que ha muerto por el camino? ¿Dónde están nuestras piernas, nuestros brazos?”