A tiros la líder opositora paquistaní y ex primera ministra Benazir Bhutto ha sido asesinada en Rawalpindi durante un mitin de su partido, el Partido Popular de Pakistán (PPP). Tras el crimen, su asesino se hizo estallar en medio de la multitud de sus seguidores causando decenas de muertos y heridos, y llevándose con él el secreto de quien instigo el asesinato.
“Pinkie”, como solía llamarla su familia, la “hija del este”, como gustaba de ser llamada, Benazir Bhutto ha muerto dejando abierto, quizás, uno de los cofres de Pandora más violentos y horrendos.
La muerte de Bhutto deja huérfana a la oposición democrática pakistaní, allana a la larga el camino dictatorial de Musharraf, a la vez que siembra de dudas la viabilidad en paz de este complejo país.
Bhutto representaba como nadie las ansias de libertad de este mosaico racial y de esta tan importante pieza en el tablero en que se juega el enfrentamiento internacional de occidente contra el islamismo radical.
Bhutto mezclaba en su persona, un aura de libertadora y defensora de los derechos civiles, con el estigma nunca totalmente demostrado de una corrupción salvaje.
Había sido la primera mujer en dirigir un país islámico. Hija del líder demócrata Zulfikar Ali Bhutto, había sido testigo con 20 años de la detención y ejecución de su padre, hasta entonces primer ministro, por el dictador Zia Ul Haq. Bella, elegante, culta y de una refinada y excelente preparación en Harvard y Oxford, donde curso Ciencias Políticas, accedió al poder, por primera vez en 1988, como primera ministra por el PPP (Partido Popular del Pakistán), perdiendo el poder dos años después. Volvería al poder en el periodo 1993-1996, año en que también seria apartada acusada de corrupción, como en el caso anterior. Esas acusaciones la habían llevado al exilio en 1999, del que había regresado en junio de 2007, para liderar la lucha contra Musarraf en las elecciones de enero de 2008.
Su vida ha estado marcada por los atentados (tres con el que le costó la vida), largos periodos de exilio, prisión o arresto domiciliario, y hasta un matrimonio de conveniencia (otra cárcel mas según ella), del que lo mejor que se la ocurrió decir (a medio camino entre su educación occidental y su respeto a las costumbres ancestrales de su pueblo), fue «Un matrimonio de conveniencia tiene aspectos muy positivos, acudes con pocas expectativas, y esto, en cierta medida, hace más fácil la convivencia».
Las vicisitudes por las que atravesó su vida habían forjado en ella un carácter recio e indomable, que atraía fuertemente a su pueblo. En 1990, tras un triunfo arrollador en las primeras elecciones tras la dictadura, el presidente Ishaq Khan la destituyó acusándola de abuso de poder, nepotismo y corrupción, disolvió la Asamblea y convocó nuevos comicios. Ante ello sus palabras resultaron proféticas, “Mi carácter es muy luchador, cuando más dificultades tengo más ganas de vencer me nacen. Cuando me arrinconan contra la pared, más puedo luchar”.
Una lucha que no conocía fronteras. De hecho, en la actualidad había alcanzado un acuerdo con Musharraf, su gran enemigo, con el que alcanzó un acuerdo para su regreso y participar en el proceso electoral, a cambio de no elevar sus críticas, pacificar a sus masas y recibir el carpetazo en los procesos judiciales abiertos contra ella. Este pacto dio argumentos a quienes la tachaban de ambiciosa, oportunista con sed de poder, y traidora por colaborar con la dictadura. Criticas que eran visibles y conocidas incluso entre miembros de su familia. Pero eso no arredro en estos meses a Benazir. Era una mujer sin pelos en la lengua que siempre iba más allá de cualquier respuesta que se esperase y que sentía un especial placer contando sus sueños y sus planes, la mayoría vinculados a la libertad de su pueblo, y a la libertad de las mujeres en el seno del islam. Era consciente de esa crítica y se defendía argumentando que no era ciega a la falta de limpieza del régimen, pero que había que ser realista, había que intentar por cualquier vía, incluso la del compromiso con el tirano salvar la democracia y preparar el terreno a unas elecciones imparciales. Era solo un paso en un plan gradual y largo, y espinoso hacia una democracia más completa.
Y esa actitud formaba el complejo puzzle de sus enemigos. El gobierno de Musarraf, que veía en ella, callada o gritando al aire, un enemigo mortal para su poder dictatorial, los radicales islámicos, que se negaban a someterse a una mujer que, además, había manifestado reiteradamente su compromiso en una guerra sin cuartel con Al Qaeda, grupo con grandes apoyos en la frontera tribal con Afganistán, y su compromiso con la desnuclearización de la zona.
Pero su mayor enemigo siempre fue, sin duda, su pasado. Encumbrada e idolatrada cuando alcanzo el poder en 1988, como la gran esperanza para acabar contra la pobreza, las desigualdades sociales y el analfabetismo, pronto se revelo como una gran líder, pero como una gobernante más que discutible. La razón, desconfiaba de todo el mundo, no delegaba, se aislaba del pueblo rodeada por una camarilla de pelotas y tramposos, entre ellos la familia de su esposo, de una voracidad por robar increíble.
Su alejamiento del poder parecía irremediable, hasta que los atentados de Nueva Cork en 2001, convirtieron a Pakistán, al Pakistán canalla y tiránico de Musarraf un aliado imprescindible para los Estados Unidos. Pero el plan contaba con un fallo, su falta de pedigrí democrático, y ahí entraba Bhutto, ella, si colaboraba con el poder para organizar una pantomima de elecciones, favorecería el reingreso de su país en la comunidad internacional de la que estaba aislado por su carácter dictatorial y feroz. Pero en los planes de Bhutto, que se prestó al juego, no entraba ser la comparsa, y quizá eso la ha matado. Su entrada en ese juego con Estados Unidos y con el dictador no solo la revelo como una mujer ambiciosa, con pocos escrúpulos políticos, sino que la atrajo nuevos enemigos, aquellos favorables a la Yihad o Guerra Santa, los más críticos con Estados Unidos (amigo a la vez de su tradicional enemigo India), favorables a la lucha anti occidental de Al Qaeda, antiguos partidarios del anterior dictador Zia Ul Haq y oficiales jóvenes del Ejército y de las Fuerzas Aéreas. Hecho este sobre el que resulta significativo que el asesinato de Bhutto se produjera en la ciudad de Rawalpindi, sede del cuartel general del Ejército y de los poderosos Servicios de Inteligencia Interior.
Todos esos riesgos eran de sobra conocidos por Bhutto cuando decidió hace unos meses regresar a Pakistán, como ella dijo entonces para defenderse con la fuerza de la democracia y demostrar que el auténtico Islam se opone a la violencia y al terrorismo. Un regreso que pretendía hacer ver al mundo que Pakistán vivía desde hacía tiempo al límite de su supervivencia, con un ejército sobredimensionado que coloca el riesgo innecesario a sus soldados, y gobierno vuelto sobre sí que pone en riesgo a toda la sociedad civil. Para alcanzar esos objetivos Bhutto pretendía desarrollar un programa basado en dos puntos. Primero preparar lo más rápidamente posible la reforma electoral. Después crear una comisión parlamentaria para iniciar el proceso de separación entre el Ejército y la política. Nunca podrá llevar a cabo su plan. O quizás sí, si su maldición se cumple: “Quien arranque la vida de una mujer arderá en el infierno”. ¿Pero quién será el nuevo inquilino de Lucifer?