Aureliano, el emperador de la hora más oscura

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Corría el año 270 d.C. El Imperio romano se desmoronaba. Las fronteras eran asaltadas por pueblos bárbaros, las provincias orientales y occidentales se habían separado en reinos independientes, y los emperadores duraban meses, a veces semanas, antes de caer por la espada de un rival o de una traición. Roma vivía la llamada Crisis del siglo III, un periodo de anarquía, guerras civiles y colapso económico. Parecía el fin de una era. Pero en medio del caos, surgió un hombre de hierro: Lucio Domicio Aureliano, más conocido como Aureliano.

Nacido en una familia modesta de Iliria, Aureliano era un soldado hecho a sí mismo. Ascendió por méritos, no por linaje. Su fama como general implacable lo precedía: disciplinado, severo y eficaz. Cuando el Senado lo proclamó emperador tras la muerte de Claudio II Gótico, muchos pensaron que sería otro líder pasajero. Pero Aureliano tenía otros planes: reconstruir la unidad de Roma, a cualquier costo.

Lo primero que enfrentó fueron las amenazas externas. En el norte, los godos cruzaban el Danubio; en el este, el Imperio de Palmira, dirigido por la reina Zenobia, se había independizado, controlando Siria, Egipto y Asia Menor; al oeste, las provincias de Galia, Hispania y Britania formaban el llamado Imperio Galo, una escisión con su propio emperador. Aureliano entendía que sin recuperar la integridad territorial, el imperio estaba condenado.

Sus campañas fueron rápidas, despiadadas y decisivas. Primero, repelió a los bárbaros del norte y reforzó las defensas de las fronteras del Danubio. Luego se dirigió al este. En una serie de batallas fulminantes, derrotó al ejército de Palmira y capturó a Zenobia. En lugar de ejecutarla, la llevó a Roma como símbolo de su victoria, donde, según la leyenda, vivió como prisionera honoraria. Con Palmira sometida, Egipto y el grano que alimentaba a Roma regresaron al control imperial.

Pero su obra no terminó ahí. En el año 274, marchó hacia Occidente y enfrentó al emperador del Imperio Galo, Tétrico. Sorprendentemente, Tétrico se rindió sin presentar batalla. Aureliano lo perdonó e incluso lo integró en su administración, un gesto que mostró que no solo era un guerrero, sino también un político astuto. Así, en apenas cinco años, Aureliano reunificó todo el Imperio romano, lo que le valió el título de Restitutor Orbis —”Restaurador del Mundo”.

A nivel interno, también actuó con decisión. Combatió la corrupción, reformó el sistema monetario para frenar la inflación y mejoró el suministro de alimentos en Roma. Ordenó la construcción de una nueva muralla en torno a la ciudad —las murallas aurelianas— anticipando futuros asedios. Aureliano sabía que el peligro no había pasado.

Su gobierno, aunque breve, marcó un punto de inflexión. De no haber sido asesinado en una conspiración en el 275, es probable que hubiera continuado fortaleciendo las instituciones del imperio. Aún así, su legado fue duradero: con disciplina militar, visión estratégica y mano firme, logró detener el colapso inminente del Imperio romano. Preparó el terreno para la posterior restauración que culminaría con Diocleciano.

Aureliano no fue un emperador carismático ni querido. Fue temido, sí. Pero en tiempos de caos, Roma no necesitaba un héroe de mármol, sino un líder de acero. Y eso fue exactamente lo que él representó: la última esperanza de un imperio al borde del abismo.


Fuentes consultadas:

  • Southern, P. (2001). The Roman Empire from Severus to Constantine. Routledge.
  • Watson, A. (1999). Aurelian and the Third Century. Routledge.
  • Goldsworthy, A. (2009). How Rome Fell: Death of a Superpower. Yale University Press.
  • Historia Augusta, Vita Aureliani.
  • Encyclopaedia Britannica. “Aurelian – Roman Emperor.”

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