Lucia no se llama Lucia

Lucía no se llama Lucía. No desde que entendió, con la fuerza con la que solo lo hace quien ha mirado dentro de sí mismo sin miedo, que ese nombre no le pertenecía. Se llama Leo. Pero cada mañana, cuando suena la lista en clase y la profesora dice “Lucía Martínez”, siente cómo algo dentro de él se rompe un poco más.

Leo tiene 16 años, estudia en un instituto público de una ciudad media de España. Desde que comenzó la ESO, supo que algo no encajaba. No era solo el uniforme que le incomodaba o el baño al que lo obligaban a entrar. Era la manera en la que el mundo le hablaba: con un pronombre que no era el suyo, con una mirada que no entendía quién era.

Salir del armario, visibilizar su identidad, fue para Leo un acto de valentía. Pero no debería haberlo sido. No debería ser un salto al vacío, un riesgo, un acto de resistencia. Decir quién eres tendría que ser tan natural como respirar. Y sin embargo, en el instituto de Leo, ser trans es aún sinónimo de ser diferente, de tener que justificarse, de aguantar miradas, murmullos, a veces burlas.

Leo ha tenido que luchar por cosas que deberían estar garantizadas: que lo llamen por su nombre elegido, que lo respeten en clase, que pueda usar el baño con el que se siente identificado. En el papel, España es un país avanzado en derechos LGTBI. Las leyes amparan a las personas trans, permiten el cambio de nombre y género en documentos oficiales y sancionan la discriminación. Pero la realidad no siempre se escribe con tinta legal: se escribe con gestos, con educación, con respeto.

En España todavía falta mucho para que la igualdad LGTBI sea real. Falta formación obligatoria en los colegios, tanto para el alumnado como para el profesorado. Faltan referentes trans visibles en los medios, en la política, en la cultura. Falta una educación afectivo-sexual que no se limite a lo biológico, sino que abrace la diversidad y enseñe desde la empatía. Falta valentía en las aulas y compromiso en los despachos.

Leo a veces piensa en quedarse callado, en fingir, en volver a ser “Lucía” para evitar las miradas, las preguntas incómodas, las risas que aún suenan cuando entra al vestuario. Pero entonces recuerda por qué decidió hablar: porque vivir en silencio duele más que cualquier rechazo. Porque su existencia no es un error, sino una verdad que merece espacio y voz.

Ocultar quién eres es una forma de morir en vida. Para las personas LGTBI, especialmente jóvenes, el silencio no es una elección libre, sino una imposición del miedo. Y ese miedo mata: mata sueños, mata autoestima, mata incluso vidas. Por eso es vital que se escuchen historias como la de Leo. No para causar lástima, sino para despertar conciencia.

Leo ha encontrado refugio en un pequeño grupo de compañeros que lo llaman por su nombre y lo tratan como lo que es: un chico. También en una orientadora del centro que, aunque con limitaciones, ha intentado apoyar su proceso. Pero eso no basta. No se puede depender de la buena voluntad de unos pocos. La inclusión tiene que ser estructural, colectiva, innegociable.

No todas las personas LGTBI tienen la fuerza de Leo. No todas tienen redes de apoyo. Por eso es tan importante visibilizar, contar, existir. No para convencer a nadie, sino para recordar que hay tantas formas de ser como personas hay en el mundo. Y todas merecen el mismo respeto.

España ha avanzado, sí. Pero aún hay adolescentes como Leo que sienten que tienen que esconderse para sobrevivir. Aún hay institutos donde ser LGTBI es una condena al aislamiento. Y mientras eso siga ocurriendo, la igualdad será solo una palabra bonita, pero vacía.

Leo se mira al espejo cada mañana antes de ir al instituto. Se ajusta la mochila, se pasa la mano por el pelo corto y respira hondo. Sabe que será un día difícil. Pero también sabe algo más importante: que no está solo. Que hay otros como él, y que mientras ellos sigan luchando, el mundo tendrá que cambiar.

Porque Leo no se llama Lucía. Y tiene derecho a vivir su verdad sin miedo.

@loladelcloslgtbisociedad
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