La democracia se resiente

En un país cualquiera, en un año como cualquier otro, Clara se despertó una mañana con la sensación de que algo no iba bien. No era una corazonada cualquiera, sino un malestar profundo que llevaba meses creciendo como una sombra sobre su rutina. Encendió su móvil, como de costumbre, y se encontró de nuevo con titulares contradictorios, vídeos alarmistas y cadenas de mensajes reenviados mil veces. “Fraude electoral”, “los medios te mienten”, “los políticos solo roban”. Era un eco ensordecedor que se colaba por cada rincón de su pantalla. Y aunque se consideraba una ciudadana crítica, Clara no podía evitar preguntarse: ¿qué era cierto y qué no?

La democracia, ese sistema que tantos daban por sentado, parecía estar resquebrajándose ante sus ojos. Los cimientos que lo sostenían —la confianza en las instituciones, la veracidad de la información, la transparencia política— se tambaleaban. Y Clara no estaba sola. En cafeterías, redes sociales y sobremesas familiares, la gente discutía no sobre ideas, sino sobre realidades completamente distintas. Ya no era solo una polarización política, sino una distorsión radical de los hechos.

Uno de los principales responsables de este deterioro era la desinformación. En las redes sociales, los bulos se propagaban como un incendio en un bosque seco. Basta un tuit con una cifra falsa o una imagen sacada de contexto para provocar indignación o sembrar dudas. Las plataformas digitales, diseñadas para maximizar el alcance y la interacción, premian la emocionalidad por encima de la veracidad. Y así, mentiras bien disfrazadas se vuelven virales, mientras las rectificaciones apenas encuentran espacio.

Los algoritmos, lejos de ser neutrales, reforzaban los prejuicios y encerraban a las personas en burbujas ideológicas. Clara notó que sus amigos compartían las mismas noticias una y otra vez, todas con el mismo sesgo. Quienes pensaban diferente simplemente desaparecían del radar. En ese aislamiento, la desconfianza crecía. Y cuando todo el mundo parece repetir lo mismo, uno comienza a creer que tiene la razón absoluta, aunque esa verdad esté cimentada sobre mentiras.

Pero no era solo culpa de los ciudadanos. Los políticos también jugaban un papel oscuro en esta crisis. Los escándalos de corrupción estallaban con una frecuencia alarmante. Dinero malversado, contratos amañados, favores intercambiados en la penumbra del poder. Clara sentía que los representantes ya no respondían a los intereses del pueblo, sino a los suyos propios o a los de lobbies invisibles. Esa percepción erosionaba lentamente la legitimidad del sistema democrático.

Peor aún, algunos líderes sabían utilizar la desinformación como herramienta. En lugar de combatir los bulos, los alimentaban. Declaraciones ambiguas, teorías conspirativas lanzadas con cinismo, acusaciones sin pruebas sobre fraudes inexistentes. Así surgieron los negacionistas del sistema: aquellos que no solo desconfiaban del gobierno, sino que afirmaban que todo el sistema estaba podrido. Negaban los resultados electorales cuando no les favorecían, tildaban de ilegítimas las instituciones y señalaban a jueces, periodistas y científicos como enemigos del pueblo.

En este clima enrarecido, la democracia se convertía en un campo de batalla. Ya no bastaba con votar: había que defender la validez del proceso, la existencia misma del consenso democrático. Clara recordaba las palabras de su abuelo, que vivió una dictadura: “La democracia no es perfecta, pero es frágil. Hay que cuidarla todos los días”. Y ahora, más que nunca, comprendía su advertencia.

En medio del ruido, Clara decidió actuar. Empezó por informarse de forma más rigurosa, contrastar fuentes, seguir medios fiables. Hablaba con sus amigos, incluso con los que pensaban diferente, no para convencerlos, sino para escucharlos. Participó en debates públicos, se unió a asociaciones cívicas, y sobre todo, no dejó de votar.

La democracia no muere de un día para otro. Se desgasta, se desangra poco a poco entre la indiferencia, la manipulación y la mentira. Pero también puede recuperarse, regenerarse desde la ciudadanía, si esta se compromete con la verdad, la justicia y el respeto mutuo.

Porque al final, la democracia no es un edificio que se construyó una vez y quedó terminado. Es un jardín que hay que regar cada día, aunque haya malas hierbas. Y aunque a veces parezca que todo está perdido, aún queda esperanza mientras haya personas como Clara, dispuestas a defender lo que otros dan por muerto.


Fuentes:

  • European Parliament. “Disinformation and propaganda: impact on the functioning of the rule of law in the EU and its Member States.” (2023)
  • Freedom House. Freedom in the World 2024: Democracy in Decline
  • The New York Times. “How Disinformation Spreads Online — and What We Can Do About It.” (2024)
  • Transparency International. Corruption Perceptions Index 2023
  • Reporters Without Borders. World Press Freedom Index 2024
@kiralledopolitica
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